Durante siglos, escritores, músicos, dramaturgos y poetas han señalado que la pérdida de los vínculos sociales puede desembocar en profundas formas de dolor y sufrimiento en el ser humano. Los sistemas legales de muchos países han reconocido esta relación, utilizando el aislamiento social como una de las formas más extremas de castigo, a veces intercambiable con la pena de muerte para los delitos más graves. El dolor por los lazos sociales rotos impregna incluso nuestro idioma, ilustrado por la utilización de palabras de dolor físico para describir episodios de experiencias socialmente dolorosas, como cuando se habla de corazón roto o herir los sentimientos. De hecho, la conexión entre los lazos sociales rotos y algunas de las experiencias más dolorosas de la vida parecen haber dejado su huella en la mayoría, si no todas las sociedades humanas.
A pesar de la sabiduría de los escritores, hasta hace medio siglo la mayoría de los psicólogos ha sostenido que las relaciones sociales suponían simplemente restos de una necesidad de desarrollo para satisfacer ciertos impulsos biológicos que no podían ser satisfechos por uno mismo. Estos psicólogos sostenían que el afecto de un niño a su cuidador era exclusivamente el resultado de la asociación con el alivio de ciertos estados como hambre o sed.
Sin embargo, en una serie de estudios de mediados del siglo pasado ya se demostró que bebés monos separados de sus madres naturales prefieren una madre sustituta de tela que les proporciona el bienestar del contacto, más que una malla de alambre que les dé alimentos, lo cual indica la existencia de una necesidad afectiva por encima de la necesidad de alimento. Este estudio, junto con los otros que se han continuado, hace hincapié en la importancia de lo social en los mamíferos, sin relación con el hambre o la pura supervivencia física, y cuando esta necesidad no se encuentra satisfecha, se experimenta como algo doloroso.
Últimamente, lo que neurocientíficos como Naomi Eisenberger han comprobado es que existe una creciente evidencia que muestra que el dolor social se experimenta en los mismos circuitos neuronales que subyacen en el dolor físico. Por eso nos duele tanto que una pareja nos deje, que nos rechacen socialmente o que un amigo cercano fallezca.
Los científicos que estudian el dolor social han demostrado que la corteza cingulada anterior dorsal y la ínsula anterior (cruciales en el componente afectivo o desagradable del dolor físico), también participan en la experiencia del dolor social. Un estudio reciente indicó que incluso regiones separadas del cerebro asociadas con la experiencia sensorial del dolor también se activaban cuando se pidió a los participantes que recordaran una ruptura difícil.
Por supuesto, puede existir una explicación evolutiva para la dolorosa punzada de rechazo social. Al igual que el dolor físico que nos enseña a evitar situaciones peligrosas, el dolor social puede habernos ayudado a evitar el rechazo social y así, gracias a la búsqueda de conexiones con los demás, asegurar nuestras posibilidades de supervivencia. Sin embargo, saber que el dolor emocional sucede por una razón biológica resulta de poco consuelo para los que lo sufren.
A lo largo de nuestras vidas, estamos destinados a experimentar diferentes formas de rechazo social y pérdida. La mayoría de nosotros atravesamos rupturas de múltiples relaciones y típicamente algunas de esas situaciones hacen que nos dejen y nos sintamos abandonados o rechazados. Tales rupturas a menudo se sienten como algo insoportable y pueden alterar dramáticamente la forma en que nos vemos a nosotros mismos y nuestra vida durante mucho tiempo después, pues nos quedamos muy afectados.
La realidad es que pasamos por la posibilidad del dolor -un dolor ahora demostrado como verdadero, no imaginado- cada vez que nos conectamos con otro ser humano que tiene el poder de dejarnos o retener el amor hacia nosotros. Es como si la ley de la evolución hiciera una apuesta al considerar que el sufrimiento es un precio aceptable a pagar por todas las recompensas de poder ser humano en toda su magnitud, profundidad y riqueza.
AUTORA: Mónica Esgueva
Artículo publicado en El Huffington Post