Vivimos inmersos en una cultura que ha hecho del pensamiento una especie de divinidad silenciosa. Sin darnos cuenta, vamos absorbiendo ideas, frases, narrativas, creencias… y las vamos integrando como si fueran propias. Esa asimilación inconsciente de pensamientos externos es uno de los mecanismos más sutiles y peligrosos del ego. Porque cuando un pensamiento deja de ser observado y pasa a ser «mío», se convierte en identidad. Y todo lo que se vuelve parte de la identidad se defiende como si la vida misma dependiera de ello.
La identidad como corsé: cuando el pensamiento se vuelve una armadura
Desde que somos niños, estamos en constante exploración. Nos permitimos jugar con diferentes ideas, estilos, personas y formas de ver el mundo. Pero algo sucede en la adultez: la flexibilidad se convierte en rigidez, y el personaje que hemos creado de nosotros mismos se solidifica.
Ese personaje es una construcción mental alimentada por años de pensamientos repetidos: «yo soy así», «yo pienso esto», «yo pertenezco a tal grupo». Y al convertir ese relato en verdad incuestionable, dejamos de evolucionar. Porque ¿qué pasa si desarmo esta identidad que llevo años sosteniendo? Aparece el miedo al vacío, a no saber quién soy sin esas etiquetas.
El ego encuentra seguridad en lo conocido, incluso si eso conocido duele. Prefiere una identidad limitada pero estable que un terreno incierto donde todo puede cambiar. Pero esa armadura que construimos con creencias, ideologías, pertenencias y narrativas también nos encierra. Se convierte en un corsé que aprieta cada vez más y nos ahoga. Y en nombre de protegernos, terminamos renunciando a nuestra libertad interior.
Para desmantelar esa identificación hay un primer paso esencial: la autoobservación. Poder mirar nuestros pensamientos sin creérnoslos ciegamente. Cuestionar: ¿de dónde viene esta idea? ¿Me sirve o me limita? ¿Me abre o me encierra? Solo entonces recuperamos el poder de elegir. Elegir no reaccionar. Elegir actuar desde la conciencia, no desde la programación automática.
La aceptación es una vía activa hacia la paz interior
Otro gran malentendido de nuestro tiempo es confundir aceptación con resignación. Para muchos, aceptar parece sinónimo de conformarse, de bajar los brazos, de no luchar. Pero la verdadera aceptación no es pasiva, es profundamente activa.
Aceptar significa decir: esto que está pasando, está pasando. No implica que me guste, ni que no desee transformarlo, pero implica que dejo de pelearme con la realidad tal y como es. Porque la resistencia solo genera sufrimiento. Y muchas veces el sufrimiento no viene de lo que sucede, sino de cómo lo interpretamos, de la historia que nos contamos sobre ello.
La mente quiere certezas, seguridades, control. Pero la vida es impermanente, impredecible y muchas veces ilógica. Cuando soltamos la necesidad de que las cosas sean como queremos, y en su lugar confiamos en que lo que llega es lo que necesitamos (aunque no lo entendamos de inmediato), encontramos paz. No porque todo sea fácil, sino porque dejamos de oponer resistencia interna.
El cuento del campesino chino y su caballo ilustra esta sabiduría ancestral: lo que parece bueno hoy, mañana puede no serlo; y lo que parece una pérdida, puede abrir la puerta a una bendición mayor. «Bueno, malo, ¿quién sabe?», dice el sabio protagonista. Esa actitud de apertura, de confianza profunda en el flujo de la vida, transforma nuestra manera de habitar el mundo.
Aceptar no es rendirse. Es rendirse solo ante lo inevitable para no desgastar energía en vano y utilizar esa fuerza para actuar con claridad, desde la serenidad. Y esa serenidad no es frialdad, es presencia. Es poder mirar lo que sucede sin quedar atrapados emocionalmente en la tormenta.
El camino hacia la soberanía interior
Desidentificarnos de nuestros pensamientos y aprender a aceptar la realidad tal como es, son dos vías complementarias hacia una misma meta: la libertad interior. Solo cuando dejamos de vivir como marionetas de la mente podemos empezar a vivir desde el alma.
Y este es el gran aprendizaje: que no somos nuestros pensamientos, ni nuestras emociones, ni nuestras historias pasadas. Somos esa conciencia que puede observarlo todo. Que puede parar. Elegir. Transformar.
En un mundo que premia la velocidad, la opinión rápida y la identidad férrea, elegir el camino de la autoobservación, la humildad y la aceptación es un acto radical. Es elegir ser soberanos sobre nuestra propia mente y nuestra vida. Y desde ahí, construir un mundo más libre, más compasivo, más consciente.